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martes, septiembre 04, 2007

Miedo y tristeza

Según nos acercábamos a la esquina del bloque, la algarabía de adolescentes cesó de inmediato.
Doblamos la esquina y los vimos a todos, inmóviles, de pie. Todos separados entre sí unos metros, invadiendo completamente el ancho de la avenida peatonal.
Teníamos que cruzar al otro lado, y no había motivo para cambiar el rumbo, así que fuimos avanzando.
El más cercano parecía ecuatoriano, y colocado de perfil, miraba la pared fijamente. Sujeté firmemente la mano de mi hijo mientras pasábamos a su lado, ibamos a dejarlo detrás, fuera de nuestra vista.
Ninguno nos miraba, ninguno se miraba, aparentaban que nos ignoraban, que se ignoraban, pero en su mirada perdida se adivinaba la consciencia del entorno.
Los fuimos rebasando uno tras otro, todos inmóviles, el negro de más de uno ochenta y menos de dieciséis sólo miraba al suelo. El chaparrete de apenas quince con apariencia de haber vivido cuarenta tampoco se inmutó cuando lo sorteamos.
Ya estábamos en medio de todos ellos, con aire desenfadado y los sentidos alerta. Alerta la vista para observar un balón en el pie del flacucho.
Quizá todo es una coña, seguro que se quieren reír de nosotros, darnos un susto y hacer lo mismo con los siguientes.
El último, mirada al horizonte, de repente se agita, los demás también, y empieza el grito de guerra EEEEEEEEEEEEEHHHHHHHH.
Uno cambia el discurso: PUERTAAAAAAAAAAAAAAA, ANTONIO PUERTAAAAAAAAAA OEEEEEEEE
Una sonrisa se dibuja en mi rostro, primero de alivio, luego de alegría, de agradecimiento a los chavales por el recuerdo.
Luego tristeza, otra vez, tristeza.